El Impuesto a las Transacciones Financieras (ITF) es uno de esos temas recurrentes que aparecen como el Guadiana cada vez que un gobierno quiere dar una lección a los especuladores, caso de la Unión Europea, o conseguir fondos públicos de forma rápida y políticamente incruenta, caso del gobierno español actual.

Pero nunca acaba de implantarse porque como bien saben todos los que se han enfrentado a él, el problema está en los detalles, en esas pequeñas cosas que decía Serrat. Por eso, pese a haberse aprobado su implantación en Europa hace ya muchos años, cada Consejo Europeo aplaza su entrada en vigor. Para desesperación de los británicos que confían en que los errores europeos les permitan mantener el dominio de la industria financiera tras el Brexit.

El impuesto, restringido a las operaciones en divisas, nace en 1972 de un clásico argumento de Tobin como un instrumento para evitar movimientos excesivos de capitales a corto plazo. Tras la caída del patrón oro, y en un mundo de tipos de cambio perfectamente flexibles, con el ancla monetaria aún por testar y bancos centrales con escasa credibilidad e independencia, muchos temían que la libertad de movimiento de capitales provocaría una excesiva volatilidad en los tipos de cambio. En ese mundo multilateral y de incipiente globalización, el impuesto serviría también para financiar un embrionario gobierno mundial, Naciones Unidas, que sería la agencia encargada de recaudarlo y gastarlo. Porque ya entonces Tobin era perfectamente consciente de la irracionalidad de su aplicación en un solo país.

Esa idea original ha cogido luego una dinámica política propia en dos caminos no siempre complementarios. Por un lado, están los partidarios de un impuesto que frene la globalización excesiva y discriminatoria contra los débiles, entre los que están sin duda grandes santones de la izquierda académica como Stiglitz y en menor medida Krugman. Economistas que no esconden su objetivo último de disminuir el peso del sector financiero, reducir el volumen de crédito en la economía y castigar el ahorro. Son conscientes del efecto negativo que tendría en el empleo y el crecimiento, pero es un precio que están dispuestos a pagar por hacer un mundo más sostenible. El problema es que subestiman ese precio porque minimizan deliberadamente el efecto deslocalización, la marginalización del país o área monetaria que lo imponga unilateralmente.

Pero por otro está la Comisión Europea, con una visión más oportunista que fundamental. Siempre ha deseado tener un impuesto propio, independiente de las transferencias automáticas de IVA que le hacen los Estados miembros. Comisión que ha empujado por este impuesto y que ha visto reforzada políticamente su posición con la visión moralista franco-alemana tras la crisis del euro de castigar a los especuladores y disminuir el peso excesivo de la economía financiera en detrimento de la real. Son pues planteamientos distintos, que se traducen en impuestos concretos diferentes, pero que comparten una posición común: la libertad de movimiento de capitales es excesiva y la negociación en los mercados financieros no crea riqueza, sino que la destruye, porque ha crecido tanto que ha entrado en la fase de rendimientos no ya decrecientes sino negativos.

Tres son pues los argumentos con los que la literatura económica moderna intenta justificar un impuesto a las transacciones financieras: mejorar la estabilidad del sistema financiero, evitar el riesgo moral (moral hazard) y aprovechar su capacidad de recaudación. Conviene analizar brevemente los tres para entender bien la naturaleza del ITF y sus implicaciones. Si el objetivo es mejorar la estabilidad financiera, la recaudación del impuesto debería usarse en su totalidad para dotar un fondo de estabilidad y sería equivalente al fondo de resolución o de garantía de depósitos. La única diferencia es que no gravaría los pasivos del sistema, el tamaño de las instituciones financieras, sino el volumen y cuantía de sus transacciones. Sería algo así como un impuesto a la actividad negociadora de los intermediarios financieros, lo que podría tener cierto sentido si las burbujas financieras, y las quiebras bancarias, fueran el resultado de una excesiva actividad de trading. El problema es que toda la evidencia empírica apunta al exceso de apalancamiento como responsable último de las crisis1 .

Así concebido, el impuesto competiría como instrumento político con medidas prudenciales alternativas como los requisitos de capital o de provisiones, pero afectaría más a la liquidez de los mercados que a la solvencia de las instituciones. Lo que no deja de ser un problema cuando al menos en Europa hemos asistido a una fragmentación creciente tras la crisis de la deuda europea. Y en todo el mundo a la desaparición de muchos creadores de mercado y a situaciones paradójicas de políticas monetarias extraordinariamente expansivas y sub-mercados financieros concretos con volúmenes de liquidez en mínimos históricos y por lo tanto con volatilidades excesivas.

La segunda idea, evitar el riesgo moral, se ha traducido ya en la práctica en hacer pagar a los bancos el coste de las crisis, el llamado bail in, mediante la creación de fondos de resolución en vigor en la Unión Monetaria desde noviembre de 2014. Fondos que se financian por las propias entidades y no por el contribuyente y que equivalen a un cuasi-impuesto nuevo para la banca. Como es bien sabido, este mecanismo europeo se utilizó por primera vez en la resolución del Banco Popular con juicios dispares sobre su eficacia y que ha generado la necesidad, reconocida unánimemente, de completarlo precisamente con un mecanismo de provisión de liquidez a los bancos en apuros. Hay quien ha propuesto financiar ese fondo, ese fiscal backstop, precisamente con un impuesto a las transacciones financieras, con la idea de que el sector pague su propio coste. Se trataría en definitiva de una transferencia de rentas de los participantes en los distintos mercados financieros a los depositantes y acreedores bancarios; una transferencia cuya justificación y equidad no es inmediata. En cualquier caso, ninguno de estos dos argumentos prudenciales permitiría al gobierno utilizar el ITF para pagar las pensiones, sino que se trataría de que cada palo aguante su vela, de un impuesto finalista y justiciero.

La justificación última del ITF es realmente su potencia recaudatoria. Dejémonos de engañar con argumentos de estabilidad del sistema y confesemos la verdad, el ITF es una forma políticamente barata, incluso hasta quizás rentable, de conseguir ingresos para aumentar el gasto público. Es un impuesto aparentemente fácil porque la base imponible es muy amplia, muy superior al PIB, perfectamente identificada, porque la actividad financiera está reglada y es trasparente, y políticamente atractiva porque en el imaginario colectivo afecta solo a los ricos y los poderosos. Solo tiene dos pequeños problemas, su alta movilidad internacional y su incidencia final.

El pequeño problema es que el capital es muy móvil. Si ya lo era en 1972, imaginémonos hoy tras la revolución de las telecomunicaciones y la tecnología digital. Por eso ya Tobin había propuesto que fuera una autoridad internacional como la ONU la encargada de recaudarlo, para evitar la deslocalización del ahorro y la inversión financiera. Deslocalización perfectamente legal y legítima, porque el impuesto no grava la renta o el beneficio, ni siquiera un patrimonio, sino el mero intercambio. Es un impuesto al timbre extensible a todas las transacciones financieras que tengan lugar en esa jurisdicción. Pero nada impide a los ciudadanos españoles firmar sus hipotecas, comprar sus fondos de inversión o incluso depositar sus ahorros en otro país, comunitario o no, y luego declararlos al fisco español. Sobre todo en un mundo digital donde el coste de las transacciones es prácticamente cero. Y quiero suponer que este gobierno no está pensando en aplicar la extraterritorialidad y convertir a los españoles en sujetos pasivos de un impuesto al consumo con independencia de dónde realicen sus transacciones. No después de haber criticado tanto a Estados Unidos por aplicarla en las sanciones a Irán o Cuba.

Porque el tema fundamental es que los intermediarios financieros no pagan impuestos, como no los pagan los territorios por analogía a otra falacia instalada en una parte de la opinión pública. El impuesto lo pagarían sus accionistas o clientes. Se quiere vender, porque es lo políticamente rentable, que el impuesto lo pagan los ricos, que son los que compran productos financieros. Pero lo cierto es que el ITF, como el IVA y los impuestos al consumo, los paga el consumidor final, el cliente, comprador del producto o servicio financiero. De ahí que sea tan importante la letra pequeña del impuesto.

El impuesto Tobin en sentido estricto era sólo un impuesto sobre las transferencias de divisas, sobre la compraventa de moneda extranjera. En la literatura fiscal moderna, y en la práctica en países emergentes con sistemas fiscales poco sofisticados y en situaciones de emergencia, se ha gravado temporalmente de todo: la compra venta de títulos de renta variable o fija como acciones, bonos, derivados; las emisiones de capital o de deuda; las operaciones estructuradas y las refinanciaciones; las operaciones de crédito al consumo, hipotecario; las retiradas de efectivo, etc. Todo es empezar. La pregunta clave al legislador español es exactamente de qué activo o pasivo financiero estamos hablando, porque los efectos económicos y sociales son diferentes, aunque todos distorsionadores.

Hay que recordar que ya en junio de 2011, la Comisión Europea propuso un ITF que gravaría a escala europea la compraventa de acciones y bonos con un tipo del 0,1% y de derivados con el 0,01%. Ante la imposibilidad de alcanzar un acuerdo unánime, once países entre los que se encontraba España decidieron seguir adelante con este impuesto. Hoy todavía es un proyecto que se publicita ampliamente en cada Ecofin, la última vez en junio 2017, pero que nunca se pone en marcha. Se trataba de un impuesto europeo, cuya recaudación iba originalmente a financiar al presupuesto comunitario y en las últimas versiones la facilidad de estabilización macroeconómica necesaria para completar la unión bancaria y dotar al mecanismo de resolución de un “fiscal backstop”. En ningún caso se trataba de recursos de libre disposición por el Tesoro español con los que financiar las pensiones, como ahora se pretende. Salvo que el gobierno decidiese arruinar cualquier posibilidad de desarrollo de la industria financiera local y estableciese una sobre tasa en nuestro país.

La versión europea del impuesto a las transacciones financieras es una opción bastante suavizada respecto a las propuestas más radicales. Pero aún en su versión light, el ITF tiene efectos negativos sobre la actividad y el empleo y muy distorsionadores sobre los mercados financieros. La evidencia empírica es concluyente2 , como se recoge en este survey del FMI. Implica menores precios de los activos, aumentos en los costes de capital, menores rendimientos del ahorro y pérdida de competitividad de los mercados financieros locales. Los efectos redistributivos de esto en una población envejecida y en unos países altamente endeudados como los europeos no son menores. La oportunidad de disminuir regulatoriamente su negocio, en un momento en que los bancos españoles tienen beneficios por debajo del coste del capital y se enfrentan a importantes necesidades de capital y recursos propios para cumplir con los nuevos requisitos es cuanto menos sorprendente. Las consecuencias en términos de la dinámica de los mercados son también importantes. El ITF lleva a menores niveles de negociación y liquidez, una mayor volatilidad de precios y a una mala asignación de volúmenes y precios entre los distintos submercados financieros. Adicionalmente, la experiencia internacional demuestra que una vez puesto en marcha un ITF sobre una muestra limitada de transacciones, su extensión y generalización creciente es inevitable, con el loable objetivo de evitar serias distorsiones en la asignación del ahorro y la inversión. La consecuencia final es que el efecto contractivo es cada vez mayor y muy superior al estimado inicialmente. Sin mencionar el importante incremento de las oportunidades de arbitraje fiscal y regulatorio, de patronazgo y tráfico de influencias, y de captura del regulador por un sector de la industria.

Son estas consecuencias negativas observadas en los ejemplos de uso temporal de un ITF ante situaciones de emergencia, las que explican que frente a su poderoso atractivo teórico sean tan pocos utilizados. Se presenta como un impuesto a los ricos, a los propietarios de activos financieros en el momento de su introducción que hace descender su precio de mercado y por tanto el patrimonio de las clases privilegiadas. Como un impuesto muy solidario. Pero es un impuesto al consumo de servicios financieros que pagan desproporcionadamente los que no pueden deslocalizarse. Que pagan más los trabajadores que se hacen menos productivos al trabajar con menos capital, que se traduce en una pérdida de empleos bien remunerados y poco contaminantes en el país en cuestión, que reduce la intermediación financiera y desbancariza el país y que castiga innecesariamente aquellas actividades que necesitan un mayor volumen de financiación. Fenómenos todos ellos que la revolución digital ha amplificado. Para concluir, si el objetivo último fuese realmente disminuir el apalancamiento del sector o aumentar la presión fiscal sobre el sistema financiero, hay formas mucho menos lesivas y distorsionadoras de conseguirlo. Pero son menos efectistas e impactantes ante la opinión pública.

Referencias

[1] This time is different, Reinhart and Rogoff

2Taxing Financial Transactions, Issues and Evidence, IMF working paper 11/54

Fernando Fernández Méndez de Andés: Profesor de Economía, IE University