El final de un imperio no suele ser pacífico. No me refie-ro a que produzca necesariamente conflictos bélicos,sino a que viene acompañado de una brutal y duraderafractura social interna. Si alguien debería saberlo somos losespañoles, que todavía no nos hemos recuperado de la pér-dida de Cuba y Filipinas y las guerras de África, el último ves-tigio de sueño imperial. Solo desde esa perspectiva puedeentenderse el delirio territorial español, el esfuerzo cons-ciente, persistente y consentido de unas élites políticas y eco-nómicas de derruir un Estado, porque ya no satisface susambiciones. El fracaso del Estado español en el siglo XIX y principios del XX, nos conduce todavía hoy al soberanismo, ala búsqueda de un futuro independiente disfrazado de inte-gración europea pero anclado en los tiempos gloriosos de unpasado inventado. Qué poco hemos avanzado desde las gue-rras carlistas.

Los españoles deberíamos ser los menos sorprendidos porel Brexit, porque la creciente irrelevancia del Reino Unido, elgran Imperio de los tiempos modernos, desate pasiones, evo-que la nostalgia, divida al país y fracture a la sociedad portodos los vectores posibles: humano, territorial, económico,generacional, industrial. El Reino Unido es hoy una sociedadprofundamente dividida, que en palabras de su Primera Minis-tra sabe lo que no quiere, pero es incapaz de ponerse deacuerdo en lo que quiere. Quiere evitar su decadencia, perodesconoce cómo hacerlo. Probablemente porque es imposi-ble. Lo intentó hace años Toni Blair, quien decidió ahogar suspenas en Europa, apostando por crear una Unión diferente.Tuvo éxito y condujo a Europa a la Gran Ampliación, pero lefaltó ambición y decisión con la unión monetaria. Alejó así aGran Bretaña, por decisión propia, de los centros de podereuropeo, y alimentó el victimismo y el resentimiento contra lahegemonía franco-alemana. Una sensación de subordinación ydependencia que se convirtió en caldo de cultivo del naciona-lismo populista. Un clima de exaltación británica que un irres-ponsable aficionado al mus como Cameron convirtió en elórdago del referéndum. Y lo perdió.

El Reino Unido es el gran perdedor y cualquiera que sea el desenlace, su economía, suprestigio y su estatusinternacional se resentirángravemente

La política británica es desde entonces una suce-sión de propósitos fallidos. Porque siguen sin serconscientes de sus propias limitaciones. Pensaronque podrían dividir a la Unión Europea, que los dis-tintos Estados miembros se pegarían por ser los pri-meros en proteger sus sectores estratégicos y des-cubrieron que nada une más a Europa que un enemigo exte-rior común. Recurrieron luego a la Commonwealth, su anti-gua comunidad de naciones, buscando acuerdos comercia-les sustitutivos para descubrir, en India primero para escar-nio imperial, que todos esos países querían saber antes cuáliba a ser el estado de la relación futura con la UE, porque elReino Unido solo interesa realmente como plataforma deentrada a Europa, un mercado de más de 350 millones deconsumidores de renta alta. Se volvieron finalmente al amigoamericano y constataron que el presidente Trump, más alláde utilizarles en su retórica antieuropea, no tenía mayor inte-rés en un continente viejo y agotado.

Mientras buscaban una política comercial y de insercióneconómica internacional alternativa, corría el plazo que ellosmismos se habían dado al invocar por carta el famoso artícu-lo 50 del Tratado. A menos de un mes para el fatídico 29 demarzo, todas las alternativas están abiertas. Pero ya tenemostres certezas. Primera, el Reino Unido es el gran perdedor ycualquiera que sea el desenlace, su economía, su prestigio ysu estatus internacional, su soft power, se resentirá grave-mente de esta aventura. Segunda, Europa ha resistido elmayor desafío imaginable a su cohesión interna, pero hamuerto la idea de que solo puede avanzar hacia una mayorintegración económica, política y humana; Brexit ha hechoque el proyecto europeo pueda concebirse como reversible.Ese es el duradero legado de la irresponsabilidad británica yde la pasividad y falta de liderazgo denuestros dirigentes. Tercera, viviremosaños de inestabilidad e incertidumbre,en lo económico y en lo político. Nohay tiempo ya para nada más que unasolución transitoria que minimice eldaño, porque habrá que reescribir losequilibrios institucionales que han defi-nido Europa desde la Segunda GuerraMundial. No será fácil, menos aún enun contexto de globalización, disrup-ción digital y transición demográfica.

Las empresas españolas haríanbien en prepararse para lo peor y noconfiar en soluciones milagrosas deúltima hora. Si hay un aplazamientode la fecha de salida, será muy breve y no cambiará nada; elplazo viene limitado por la toma de posesión del nuevo Par-lamento Europeo con 705 escaños en vez de los 751 actua-les. Autoridades y reguladores, lo mismo. Solo si hay unacuerdo de salida, las condiciones actuales se prorrogaránun año, pero aun así solo un año. Si no hay acuerdo, GranBretaña será al día siguiente un país tercero sujeto a nor-mativa OMC. Sigo pensando que el acuerdo firmado entreel Gobierno británico y la UE es el mejor escenario posible.Dibuja una situación intermedia entre Noruega y Canadá, unespacio aduanero común en mercancías y algo parecido auna zona de libre cambio en servicios. Tiene problemas,pero las alternativas son peores. Sin embargo, cadadía que pasa Theresa May está más sola y disminu-yen las posibilidades de que sea aprobado por elParlamento británico. Hay demasiado iluso queaún piensa que el Brexit es deseable o reversible.De sueños también se vive. Pero funciona mal laeconomía y la sociedad.

Fernando Fernández Méndez de Andés: Profesor de Economía, IE University